La vida y la muerte en el frente de batalla ucraniano.
Por Thomas Gibbons-Neff y Natalia Yermak – Fotografías por Tyler Hicks
Entre los chasquidos de los disparos de mortero y los golpes metálicos de las minas rusas autodetonantes, Yurii, un miembro del personal de salud del ejército ucraniano, preparaba una vía intravenosa para el soldado que estaba tendido en la camilla. El soldado parecía tener unos veintitantos años. Su rostro estaba lleno de tierra y miedo.
“¿Te acuerdas cómo te llamas?”, preguntó Yurii.
Esa misma mañana, Maksym sufrió una severa conmoción durante un bombardeo ruso en el frente del este de Ucrania. Yurii y otros operarios del sistema sanitario ucraniano lo atendían en un puesto de socorro apenas alejado de lo que se conoce como la “línea cero”, donde los bombardeos son incesantes.
Es probable que, el miércoles por la mañana, Maksym haya estado afuera de las trincheras porque quería secarse tras una noche húmeda.
No está claro qué ocurrió en los minutos previos a que Maksym fuera herido. Todavía se hallaba en estado de shock cuando sus compañeros lo sacaron de una camioneta y, varios minutos después, lo entregaron al equipo de Yurii y a la furgoneta verde olivo convertida en ambulancia que lo esperaba.


Maksym murmuró algo ininteligible.
“Estás a salvo”, dijo Sasha, de manos robustas y con experiencia en masajes terapéuticos.
Pero lo cierto era que Maksym y sus cuidadores no estaban a salvo.
De la noche a la mañana, los rusos habían disparado cohetes que dispersaron varias minas antivehículos alrededor de la carretera y el puesto de socorro donde Yurii y su equipo estaban tratando a Maksym. Incluso si las minas no se activan por movimiento, están programadas para detonar con un temporizador de un día.
El ejército ucraniano había eliminado algunos de los explosivos con forma de botella de refresco, comentó un soldado, mostrando un video tomado con su teléfono en la oscuridad previa al amanecer que mostraba a las tropas disparándole a una mina hasta que explotaba. Pero, en los arbustos, todavía había miras que detonarían en cualquier momento.
Yurii y el resto del equipo trataron de concentrarse en el soldado herido, pero las exigencias inmediatas iban más allá de la lista de cosas que debían hacer, que incluía tratar las hemorragias agudas o evaluar las vías respiratorias. ¿Cómo consolar a los heridos? ¿Cómo asegurarles que sobrevivieron y que lograron alejarse del frente? ¿Cómo darles esperanza a pesar de que decenas de sus amigos murieron?
“No tengas miedo, amigo mío, ya llegaste”, le dijo Yurii de manera tranquilizadora a Maksym que se retorcía en la camilla, con los ojos desorbitados y frenéticos.
“No te preocupes. Estoy poniendo la aguja en la vena. Ya llegaste, es un golpe muy fuerte”, volvió a calmar Yurii.


Mientras se marchaban, un soldado más allá de los árboles gritó “¡Fuego!”. Un mortero ucraniano lanzó un proyectil hacia las posiciones rusas. Salió humo desde el lugar del disparo.
La guerra de artillería en el este de Ucrania parece no tener fin. Incluso sin que ninguno de los dos bandos ataque o contraataque, los bombardeos son constantes, causan heridas y matan, y poco a poco enloquecen a los soldados atrincherados.
“¡No pasa nada! No tengas miedo. No tengas miedo. Todo está bien. Todo bien. Esos disparos son nuestros. Son nuestros”, le dijo Yurii a Maksym, asegurándole que no lo estaban bombardeando de nuevo.
La respiración de Maksym se hizo más lenta. Se cubrió la cara con las manos y luego miró a su alrededor.
El primer pensamiento completo que Maksym articuló y comunicó fue una sarta de improperios dirigidos a los rusos.
“Anda, dinos. ¿Tienes esposa? ¿Tienes hijos?”, instó Yurii, aprovechando la oportunidad de devolver a Maksym al mundo de los vivos.
“La metralla”, masculló.
“¿Metralla?”; preguntó Yurii. Estaba sorprendido. Maksym, claramente conmocionado, no tenía señas de otro tipo de heridas.
“Tiene metralla justo aquí y aquí”, dijo Maksym, y la voz se fue perdiendo. Los profesionales médicos pronto entendieron que hablaba de su amigo herido cuando la artillería rusa los impactó más temprano.


“¿Está vivo?”, preguntó cautelosamente Maksym.
“Tiene que”, respondió Yurii, a pesar de que no lo sabía.
Para el equipo de ambulancias de Yurii y otros médicos asignados a la zona, este tipo de llamadas son habituales. Algunos días esperan a unos pocos kilómetros de la estación de autobuses convertida en estación de socorro, el punto de recolección determinado entre la línea del frente y el área donde están a salvo, y su turno de 24 horas transcurre sin incidentes: Yurii llama a su esposa varias veces al día. Ihor duerme. Vova, hijo de un armero, piensa en cómo modernizar el armamento de Ucrania, que es de la era soviética.
Otros días las bajas son frecuentes y los médicos se ven obligados a rotar turnos constantemente entre el hospital y el puesto de socorro mientras ponen a los hombres ensangrentados y con torniquetes en sus extremidades en la parte trasera de sus ambulancias.
Yurii miró fijamente a Maksym, alentado por su recién descubierta capacidad de comunicarse.
“¿No estás herido en ningún otro sitio?”, preguntó Yurii.
Maksym colocó su mano detrás del cuello y se apartó, mirando su vendaje, casi como si esperara verlo ensangrentado.
“Todo está bien, estás vivo”, dijo Yurii intentando cambiar de tema. “Lo importante es que te fue bien. Buen chico”.
Un hombre con una holgada camiseta gris, claramente angustiado, saltó del asiento del piloto. El pasajero abrió su puerta y gritó: “¡La mujer está herida!”.


Era una mujer mayor llamada Zina, según se enteraron poco después, y estaba boca abajo en el asiento trasero.
Los médicos decidieron que otro grupo iba a llevar a Maksym al hospital mientras el equipo de Yurii se ocupaba de la paciente que acababa de llegar en el auto.
En el Lada, la sangre de Zina había empezado a encharcarse en las vestiduras. Parecía tener al menos 50 años, estaba inconsciente, y era otra civil herida en esta guerra de cuatro meses, como tantos que han quedado atrapados entre los cañones de esta guerra.
“¡Traigan la camilla!”, pidió Yurii.
Todavía no eran las 11 de la mañana y, de repente, otra de las minas rusas explotó cerca del puesto de socorro.
Fuente: The New York Times
Thomas Gibbons-Neff es el jefe de la corresponsalía en Kabul y previamente fue infante de marina. @tmgneff
Tyler Hicks es un fotógrafo sénior del Times. En 2014 ganó el Premio Pulitzer en la categoría de Noticias de Última Hora por su cobertura sobre la masacre del Westgate Mall en Nairobi, Kenia. @TylerHicksPhoto