De físico aparentemente liviano, Fritz pelotea de entrada como si estuviera cansado y la raqueta le pesara una tonelada, lento en las maniobras y predecible. Como si acabara de amanecer para él. En cambio, al madrugador Nadal le ha sonado pronto el despertador y viendo el pasillo despejado muerde, acelera y ataca la red, dilatando la inercia de la ronda previa. Tiene apetito el mallorquín y disfruta de casi media hora de banquete en la que todo funciona de maravilla: del servicio al resto, pasando por el drive y el revés, sin olvidar el cortado. Hasta ahí, una puesta en escena impecable. Nota alta. Nadal en esa versión expansiva y dominadora que invita a pensar en otro salto de nivel, necesario para enfilar a tono la recta de las semifinales.
¿Qué demonios está pasando?, se pregunta el respetable de La Catedral, que en el 3-3 del segundo set (3-0 de partida) confirma una situación de emergencia: Nadal no está bien. Algo pasa. Se le ha torcido el gesto, ha perdido la movilidad y a la hora de sacar apenas levanta un palmo del césped, protegiéndose de no se sabe qué. El pie funciona aparentemente bien, o al menos no se advierte ninguna evidencia, y empieza a cobrar fuerza la teoría del percance abdominal. Seis días atrás, en la segunda estación del torneo, el balear había jugado con un parche protector en la zona frente a Ricardas Berankis y lo atribuía a unas agujetas asociadas, decía, al prolongado periodo sin pisar el verde.
Supervivencia a muñecazos
Emplazaba ese día a hablar de tenis, y no de su cuerpo. Y repetía dos o tres veces: “Si el físico me deja…”. Una coletilla muy a tener en cuenta que inoportunamente viene a la cabeza de los asistentes cuando solicita la atención médica y se refugia durante cinco minutos en el vestuario.
A la vuelta, la situación no varía. Nadal es un tenista sin saque y a Fritz, aparentemente, se le han abierto las puertas del cielo. Sin embargo, el incidente repercute tanto o más en el juego del estadounidense, que pierde la ebullición y se desconcierta: sirviendo a 165 kilómetros por hora –cuando suele promediar unos 180 con los primeros–, el español tira de muñecazos y salva un juego y otro, y al final le clava un estacazo para llevarse el set. Lo increíble, otra vez. La central inglesa, consciente de la herida anímica del héroe y de todas las penurias físicas que ha tenido que soportar durante el último año, pie, costilla y musculatura, estalla y le arropa. La historia no debe terminar así. Quizá ahora, quizá hoy, pero no de esta manera. No es justo.
“Estoy cansado de hablar sobre mi cuerpo, cansado de mí mismo y de todos los problemas que tengo”, exponía dos días antes, después de apear al neerlandés Botic van de Zandschulp el lunes.
Continúa sin poder sacar con normalidad y sobrevive generando potencia de la nada, expuesto en teoría a una tormenta ante las primeras devoluciones de Fritz, que no aprovecha los caramelos. El estadounidense deja pasar el tren y respira profundo. Es otro tullido. Ha saltado a la pista con un vendaje compresivo en el muslo izquierdo del que termina deshaciéndose. Ahí debajo también hay tapes, más cintas. Sucedió en marzo sobre el cemento de Indian Wells, se repite este miércoles en el prado de Londres. En la final de California, los dos también guerrearon mellados. Entonces, el norteamericano padecía de un tobillo y dudó si competir o no. Le salió bien la apuesta. Un Masters 1000 a la mochila y una muesca para contar y guardar toda la vida. Rendir a Nadal, esté como esté, supone una quimera.
Las dos caras de la veteranía
“Vamos a esperar un poco…”, le dice el español a la fisio, mientras desde el palco siguen instándole a la renuncia ante la posibilidad de un daño a medio plazo. Ahí se queda. Ahí sigue. Erre que erre.
Clava la mirada en el suelo, le da vueltas al coco y está en trance durante diez interminables segundos; apoya la mollera en el muro por la frustración. Pero no va a cambiar de opinión. Y no solo no vuelve la cara, sino que endurece el partido y fuerza al estadounidense con el cortado y las dejadas, a partir de esta veteranía de dos caras, tan dulce y tan amarga a la vez, en la que ha perdido un punto de chispa atlética y en la que su carrocería le pide clemencia día tras día, pero en la que ha incorporado otras fabulosas herramientas. Oficio y más oficio. Además de ser muy bueno, Nadal es más listo que el hambre.
Su catálogo tiene infinidad de soluciones, el mejor equipo de supervivencia. Se sostiene y aguanta a los vaivenes. No hay zarandeo que lo arrugue, no hay sopapo que le quite el color: de break a break en la cuarta manga, se mantiene en pie, aprieta los dientes, pelea, se agarra con ventosas al partido y lo dilata hasta el quinto set para júbilo de la vieja central de Londres, entregada ante la demostración. Otro ya estaría en la camilla, haciéndose pruebas y pidiendo el vuelo de vuelta. Él no. Frente a lo adverso, la inmensidad. Es Nadal, y solo hay uno. De una embestida a otra, primero el mallorquín y luego el de enfrente, se emplazan a resolverlo todo en el desempate, al cara o cruz. Y de ahí a la apoteosis: La Catedral se inclina ante el rey de lo increíble.
Fuente: el País
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