El hombre que está allí jugando en el salón preferencial es David Delfín Zacarías. Un año después dejará de asistir. Lo atrapan en un chalet en Funes entre bidones de acetona cocinando cocaína con 300 kilos de esa sustancia recién elaborada en la casa. En 2018 le dan 16 años de prisión por comercio de drogas. Luego se le inicia un proceso por todo lo que atesoró en su entorno próximo: una remisería oficial en Granadero Baigorria con 30 autos habilitados, 45 vehículos propios, 40 inmuebles, cocheras y hasta un gimnasio de varios pisos levantado con excepciones municipales en el centro de San Lorenzo.

Lavar ese dinero adquiriendo bienes o empresas es algo que de ser descubierto es perseguido por la ley. Pero un casino es una formidable aspiradora sin riesgos del dinero de la economía negra o delictiva como el narcotráfico. Y una inmejorable maquinaria de blanqueo porque en ellos lo único que hay que hacer para jugar es poner plata a cambio de fichas. En Ozark, una de las series más exitosas de Netflix, un asesor financiero y su esposa son forzados a lavar una fortuna de efectivo para un cártel de droga mexicano. Lo que hacen, además de comprar favores a la política y ocultar peligros medioambientales, es instalar un casino a la orilla del gran lago en el centro de Missouri.

Los trabajadores de las mesas tenían simpatía por David Zacarías por dos de sus rasgos: dar un trato afectuoso hacia cada empleado que lo atendía y ser un fortísimo propinero. Los crupiers saben que en el VIP los apostadores del mundo narco se sientan al lado de empresarios encumbrados de la ciudad de todos los rubros cuyos nombres, de tan reiterada asistencia, se conocen. «Acá vemos narcos todos los días», dicen. Lo que se juega en ese reducto selecto es plata en grande y no entra cualquiera. Es un recinto con las atmósferas pintadas en tantas películas: oscuro, cubierto de cortinas que impiden hacia adentro y hacia afuera, a donde solo ingresan los pagadores, crupiers y personal de limpieza. Los clientes comunes no pasan. El apostador diferencial debe mostrar un piso de dinero para las apuestas y registrarse. En caso de que el cliente lo desee se le abre una cuenta, en pesos o en dólares.

El casino de Rosario abre a las 10 de la mañana y cierra a las 5 de la madrugada. La dinámica del tiempo cobra una dimensión irreal dentro del anillo central: los trabajadores no usan relojes y como todos allí están siempre a oscuras, con las penumbras lumínicas de las mesas donde nunca se sabe qué hora es, si afuera es de día o de noche, si hay sol o si llueve. Solo se ve y se percibe ese inmenso anfiteatro circular de máquinas electrónicas, ruleta, black jack, poker (en sus variantes bonus, texas y caribeño), punto y banca y juegos de dados.

La pasión por el juego inunda las mesas, convierte en parte del entorno caras de clientes fijos que se vuelven celebridades anónimas y cada tanto deja ver rituales de adoración al casino. Un empleado recuerda que hace unos años en el VIP una persona derramó sobre el paño de ruleta un copón con las cenizas de su padre. Cuando llegaban a clausurar la mesa el celebrante del ritual lagrimeaba. Los crupiers le escucharon decir que su padre había pasado en casinos y garitos más tiempo de su vida que en ningún otro lugar.

Es pasión es muy a menudo la huella de una adicción cruel y ruinosa, la ludopatía, que destroza apostadores y a sus entornos familiares. Algo que según especialistas se profundizó en Rosario desde que hace 13 años se habilitó el casino.

Los trabajadores del casino se habitúan a ver a apostadores que pasan buena parte de su vida en el City Center. Algunos están de lunes a lunes, desde las 9 de la mañana hasta la noche. Gente que se retira con los bolsillos comidos y que vuelve a ver si puede juntar algún peso. Es común para los crupiers escuchar a apostadores confesar que no les quedó nada después de lanzarse a la cara de un dado o a una carta con lo que no tienen. Gente a la que no le queda ni para sacar el auto del playón de estacionamiento, que cuenta que se jugó las quincenas o los jornales de sus trabajadores.

Por mucho tiempo se abrió paso como mito urbano que por la adicción compulsiva al juego algunos apostadores que pasan horas y horas en las mesas utilizan pañales geriátricos para no correrse al baño. Personas que llevan años en el casino y hablaron con este diario dicen que no es ninguna ficción y que algunos clientes se atrevieron incluso a bromear sobre ellas. Y que existieron situaciones extremas de personas que han sufrido emergencias físicas sin tener pañales. Las descripciones de esos casos que dan los empleados son atroces y terribles porque más de una vez los apostadores que comparten mesa con el que sufrió la incontinencia, ya con el dinero rendido y la jugada en curso, siguen ahí sin achicarse ante la pestilencia del ambiente. Ha pasado en mesas de punto y banca donde las partidas son largas porque de punta a punta se despliegan seis mazos de cartas. En esos casos se clausura la mesa, llega personal de limpieza a desinfectar pero se encuentra con que la gente con un olor de mil demonios sigue jugando. No son hechos de todos los días. Pero tampoco son del todo inusuales.

Es común que los crupiers reciban el maltrato de apostadores que se enojan porque van perdiendo plata o que los culpan de una mala racha. En general para los trabajadores de las mesas tolerar provocaciones o exabruptos se vuelve parte del juego aunque cuando alguien considera que un cliente se pasó de la raya lo avisa al control para que ponga el límite. El crupier trabaja a mucha velocidad en una situación en un redil donde que hay vértigo, algo de encanto pero también exigencia: en los juegos de naipes se sacan muchas cuentas mentales hay que ser sagaz, atento y rápido sobre todo frente a apostadores expertos.

Cada tanto alguien en una mesa de ruleta confiesa que se jugó todo lo que tiene a un color y perdió. Rojo o negro como la diferencia entre salir del pozo o la definitiva ruina. Esos extremos son una zona nebulosa entre libre albedrío y enfermedad: nunca sabemos qué hay exactamente detrás de esa persona que al jugar fuerte puede estar dejando las ganancias legítimas de su empresa o la hipoteca de su casa firmada a un usurero un rato antes. Algo así recorre El jugador de Dostoiesvski, un repaso a la fiebre por la ruleta de un apostador, que es él mismo. En un prólogo a ese libro el escritor Juan Forn retoma la idea, del propio autor ruso, de que el enamorado es el apostador por excelencia: aquel que está dispuesto a perder todo en todo momento. Y que el sentimiento arrasador, para el enamorado como para eljugador, está en el riesgo permanente de estar por perderlo todo. No el de ganar sino en el de perder. Más de un crupier, ante el momento límite de una persona que se juega el resto en su última apuesta, habrá creído ver eso.

Fuente: La Capital