En la cueva Lirio. Incluso luego de muchas décadas, el escultural terreno interno de la isla puede ser difícil de recorrer. Credit…Christopher Gregory-Rivera para The New York Times
Por Carina del Valle Schorske
¿Qué ha atraído durante siglos a migrantes, exploradores y peregrinos por las traicioneras costas de este remanso en Puerto Rico? Me propuse averiguarlo.
Todos los años paso uno o dos meses en Puerto Rico, de donde es la familia de mi madre. Suelo ir en invierno, con los otros turistas estacionales o “snowbirds”, en busca de consuelo entre las palmeras. Pero la verdad es que no soy una turista, no en realidad. Sigo la pista de los promotores que privatizan el litoral, de los informes medioambientales que dan malas notas a nuestras playas. Estoy desencantada de la isla del Encanto, desconfío de una imagen que oculta las condiciones poco glamurosas de la vida cotidiana: apagones frecuentes, servicios públicos escasos, un mercado de alquiler asolado por Airbnb. Quizá por eso me alejé del sol y empecé a explorar cuevas con mis amigos Ramón y Javier, en busca de maravillas aún no empaquetadas para la economía de los visitantes. He aprendido a amar las estalactitas y los murciélagos chirriantes, las serpientes negras y las cascadas enclaustradas; incluso, poco a poco, la propia oscuridad.
Las Antillas Mayores y la península de Yucatán forman una de las regiones más cavernosas del mundo, y muchas de estas grutas contienen inscripciones previas a la Colonia. Pero ningún otro yacimiento puede igualar la densidad de los diseños hallados en la isla de Mona, una meseta semiárida a medio camino entre Puerto Rico y la República Dominicana. La isla está rodeada de acantilados escarpados y es un laberinto de kilómetros de pasadizos subterráneos. La mayoría de las inscripciones están escondidas en la llamada zona oscura, lejos del acceso al mundo superior, y se congregan en torno a estanques de agua dulce que son poco frecuentes. Las cámaras más accesibles albergan otras historias: un jarrón inca lleno de monedas de oro, fragmentos de una tinaja española de aceitunas manchada con el vino más antiguo de América. En una cueva, un visitante extranjero del siglo XVI esculpió una especie de comentario junto a antiguos petroglifos: plura fecit deus. “Muchas cosas hizo Dios”. Me repetí la frase como un mantra, intentando imponer un orden divino a las contradicciones del Nuevo Mundo, el único mundo que he conocido.
La isla de Mona ahora le “pertenece” a Puerto Rico (y, por tanto, a Estados Unidos), pero siempre ha conservado una cierta compostura agreste, surgiendo del mar sin padre y completamente formada como una Afrodita americana. El arqueólogo Ovidio Dávila describió la isla como “una fortaleza flotante”: remota, inhóspita, un arsenal de misterios. Pero también rebosa vida: cactus en flor, bandadas de aves marinas, orquídeas, iguanas y ranas que no se encuentran en ningún otro lugar de la Tierra. Tortugas carey procedentes de lugares tan lejanos como Panamá se arrastran hasta la costa para anidar bajo la luna de verano. Enormes esponjas canasta y corales gorgonias se aferran a la pared marina. Muchas especies migratorias que rara vez se ven en Puerto Rico propiamente dicho se acercan a la costa: delfines, calderones, tiburones tigre, atunes rojos, peces voladores. Las playas remotas de la isla de Mona reciben tributos de aguas lejanas, como si este pudiera ser el centro secreto del mundo.
Ahora Mona es una reserva natural protegida, y los únicos residentes son los guardaparques. Tanto investigadores como aficionados deben solicitar un permiso al Departamento de Recursos Naturales y Ambientales de Puerto Rico para poder viajar hasta allí. Los cazadores vienen a someter a los descendientes asilvestrados de cabras y cerdos introducidos por los españoles. Los submarinistas recorren los arrecifes.
Pero el canal de la isla de Mona —de corriente rápida, infestado de tiburones, uno de los tramos de agua más bravos del mundo— sigue siendo un crisol de tráfico imperial. Cada año, migrantes de Cuba, Haití y la República Dominicana se apiñan en diminutas embarcaciones e intentan realizar la peligrosa travesía hacia Puerto Rico, la puerta local al sueño americano. Muchos se ahogan, hay incontables cadáveres en el fondo del mar. Cientos de ellos acaban varados en la isla, abandonados por contrabandistas que buscan recortar gastos en el viaje, y luego son deportados por las autoridades en cuestión de días. Incluso quienes visitan la isla de Mona por ocio tropiezan a veces con sus trampas. En 2001, un niño explorador se perdió y murió deshidratado. El mes pasado, un cazador desapareció cerca de una conocida cueva en las proximidades del campamento.
¿Por qué me seducían estas historias aterradoras? Si tanta gente estaba dispuesta a sufrir los tormentos de la isla, supuse que debían estar sufriendo en pos de algo: libertad, belleza, quizá incluso sabiduría. La industria turística vende el Caribe como un paraíso apacible donde los trabajadores del primer mundo pueden escapar para descansar al fin en las orillas de un resort infinito. Pero la isla de Mona sigue en parte indómita, una espesura salvaje donde no serás bienvenido, donde aún es posible perderse y perder la vida.
“Este curioso mundo que habitamos”, escribió Thoreau, “es más maravilloso que conveniente”, y sus palabras vinieron a mí cuando recogía mis botas de montaña y mi casco, laxantes y Dramamine, pilas, toallitas húmedas y un vestuario de seguridad de color naranja neón. Tras casi un año de tribulaciones burocráticas, por fin iba a la isla de Mona. Las dos compañías turísticas más populares nunca me contestaron, así que planifiqué el viaje con Jaime Zamora, un guía independiente que llevaba más de 40 años explorando la isla. Pero era mejor así. Me gustaba la pureza de su entusiasmo y su desdén por las instituciones. En lugar de un sitio web o un folleto, me dirigió a un grupo privado de Facebook donde mantenía un meticuloso archivo de mapas antiguos, recortes de prensa y fotografías personales de artefactos que había encontrado en la isla: una concha crema con un agujero perforado, las asas ornamentales de una urna rota.
Fuente: The New York Times