Por Bret Stephens
Un amigo me preguntó hace poco que qué podía yo aprender de un viaje de cuatro días que estaba planeando a Ucrania que no pudiera entender con tal solo leer las noticias. Era una buena pregunta. Ahora que ya hice ese viaje, puedo responderla.
Aprendí lo extraño que es visitar un país al que no vuela ningún avión y, desde el pasado lunes, no navega ningún barco, gracias a la cruel y cínica retirada del presidente ruso, Vladimir Putin, de la Iniciativa de Granos del Mar Negro, a través de la cual los productos agrícolas ucranianos llegaban a países hambrientos como Kenia, Líbano y Somalia. La única forma factible para que un visitante llegue desde la frontera polaca a Kiev es un viaje en tren de nueve horas, en el que el letrero dentro de la puerta del vagón te anima: “Sé valiente como Ucrania”.
Aprendí que, en cuanto entras al país, hay que descargar la aplicación Air Alert! en el celular. Esta hace sonar una alarma cada vez que el sistema detecta drones, misiles u otras amenazas aéreas en las inmediaciones, algo que ocurrió una y otra vez durante mi corta estancia. Tras la alarma, una grabación —en inglés, del actor de La guerra de las galaxias Mark Hamill— dice: “Dirígete al refugio más cercano. No te descuides. Tu exceso de confianza es tu debilidad”.
Aprendí que todos los miembros del personal de la Embajada de Estados Unidos en Kiev, encabezados por nuestra valiente y consciente embajadora, Bridget Brink, se ofrecieron como voluntarios. Han estado separados de sus familias y viviendo durante meses en habitaciones de hotel. Su trabajo consiste en supervisar uno de los más grandes esfuerzos de asistencia estadounidense desde el Plan Marshall, asegurarse de que decenas de miles de piezas de material militar estadounidense en manos ucranianas estén debidamente contabilizadas, reconstruir una embajada que fue destruida en vísperas de la invasión rusa y llevar la cuenta de los crímenes de guerra rusos, de los cuales casi 95.000 han sido documentados hasta ahora por la fiscalía general ucraniana.
Aprendí lo que es sentarse en salas de conferencias y caminar por pasillos que pronto quedarían destrozados por la artillería rusa. El martes pasado, me uní a un grupo diplomático liderado por la administradora de la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional, Samantha Power, en una visita al puerto de Odesa. Power se reunió primero con funcionarios ucranianos para hablar de las opciones logísticas para sus exportaciones tras la retirada de Putin del acuerdo sobre granos, y después con agricultores para tratar temas como el desminado de sus campos y la reducción de riesgos para sus finanzas. El majestuoso edificio de la Autoridad Portuaria en el que se celebraron las reuniones, un sitio meramente civil, fue atacado apenas un día después de nuestra partida.
Aprendí que a los ucranianos no les interesa convertir su victimización en una identidad. Hace años, en Belgrado, vi cómo el gobierno serbio había conservado los restos de su antiguo Ministerio de Defensa, alcanzado por las bombas de la OTAN en la guerra de Kosovo de 1999, en consonancia con su percepción autocompasiva de aquella guerra. Por el contrario, en Bucha, el suburbio de Kiev que sufrió algunas de las peores atrocidades durante la breve ocupación rusa en los primeros días de la guerra, fui testigo de la transformación de edificios de departamentos llenos de agujeros parchados de balas en modernos espacios de trabajo colaborativo. Como le dijo Anatoliy Fedoruk, el alcalde de Bucha, a Power: “La memoria se quedará en los recuerdos, pero los residentes quieren reconstruir sin recordatorios”.
Aprendí que no es probable que los ucranianos cambien territorio soberano por garantías occidentales de seguridad, y mucho menos por algún tipo de acuerdo de armisticio con Moscú. Ya intentaron lo primero en la década de 1990 con el Memorándum de Budapest, en el que entregaron a Rusia el arsenal nuclear de su territorio a cambio de garantías desdentadas de integridad territorial. Intentaron lo segundo con los igualmente acuerdos desdentados del Protocolo de Minsk tras la primera invasión rusa en 2014. El objetivo de la política occidental debería ser proporcionar a Ucrania los medios militares que necesita para ganar, en lugar de presionar a Ucrania para que renuncie de nuevo a sus derechos de soberanía y seguridad en aras de calmar nuestras ansiedades con respecto a una escalada rusa.
Escribo esta columna desde el Aeropuerto de Varsovia-Chopin. Estacionados afuera de la terminal hay aviones con destino a Doha, Catar; Estambul; Roma; Toronto; Nueva York. Verlos aquí apenas podía imaginarse hace 40 años. Se hizo realidad porque el pueblo polaco permaneció, en las acertadas palabras de Ronald Reagan, “magníficamente no reconciliado con la opresión”.
Hoy, son los vecinos de Polonia en Ucrania los que están magníficamente no reconciliados con la invasión. Lo que aprendí en estos cuatro días de cielo cerrado es que nunca hay que dar por sentada una escena aeroportuaria como esta.
Fuente: The New York Times
Bret Stephens ha sido columnista de Opinión en el Times desde abril de 2017. Ganó un Premio Pulitzer por sus comentarios en The Wall Street Journal en 2013 y anteriormente fue editor jefe de The Jerusalem Post.
N de la R: La presente, como nota de Opinión, refleja la tendencia ideológica del autor. Infoargentina aclara que no comparte muchos de los conceptos aquí expuestos