Bolger ha pasado los últimos 30 años asistiendo a las mejores universidades.
Benjamin B. Bolger ha estudiado en las universidades de Harvard, Stanford y Yale. También en Columbia, Dartmouth, Oxford, Cambridge, Brandeis y Brown. En total, Bolger ha acumulado 14 títulos de posgrado, un grado de asociado y una licenciatura. Algunos, como el doctorado de la Escuela de Graduados de Diseño de Harvard, le han tomado muchos años. Otros, como los programas de maestría en Bellas Artes de baja residencia de la Universidad de Ashland y la Universidad de Tampa, han requerido menos dedicación.
Algunos produjeron investigaciones increíblemente específicas, como una tesis que presentó en Harvard, titulada “Diseño democrático deliberativo: percepción de los participantes sobre la estrategia utilizada para la participación pública deliberativa y los tipos de satisfacción de los participantes generados a partir de la participación pública deliberativa en el proceso de diseño”. Otros han sido más misceláneos, como una maestría obtenida en Dartmouth en 2004 para la que Bolger estudió sociología iraní y la poesía de Robert Frost.
Tiene títulos en desarrollo internacional, escritura creativa de no ficción y educación. Ha estudiado “conflicto y coexistencia” con Mari Fitzduff, la legisladora irlandesa que fungió como mediadora durante el conflicto norirlandés, y arquitectura estadounidense con la eminente historiadora Gwendolyn Wright. Actualmente trabaja (a distancia) para obtener una maestría en escritura para actuación en Cambridge.
Y hay algo casi anacrónicamente solemne, incluso romántico, en la manera en la que explica por qué ha dedicado –hasta el momento– alrededor de 30 años a obtener títulos universitarios. “Me encanta aprender”, me dijo un día del año pasado mientras almorzábamos, sin el menor ápice de ironía. Yo llevaba dos días atosigándolo desde todos los ángulos imaginables para que me diera una justificación más profunda para su vida de estudiante perpetuo. Cada vez que lo intentaba (y fracasaba) me sentía como un irremediable habitante del siglo XXI, como un extra en una producción de época que había olvidado quitarse el Apple Watch.
“Creo que las personas somos como los árboles”, dijo. “Yo espero ser una sequoya. Quiero crecer el mayor tiempo posible y llegar a lo más alto del cielo”.
En medio de un contexto de cinismo generalizado en torno a la naturaleza de la enseñanza superior, resulta tentador descartar a un personaje como Bolger como el estrafalario subproducto de un sistema sin sustancia. Sin embargo, Bolger ha pasado por ese sistema una, y otra, y otra vez; el sistema sigue abriéndole las puertas y él sigue volviendo en busca de más. De hecho, al parecer solo hay una persona en Estados Unidos con más títulos universitarios que él, y la inmensa mayoría de ellos proceden de universidades del estado de Míchigan (no es que tengamos nada en contra de los Broncos, los Eagles o los Lakers). Sin embargo, Bolger apenas tiene 48 años, y Michael Nicholson, de Kalamazoo, tiene 83, por lo que Bolger podría superarlo –haciendo un cálculo rápido– en 2054. En otras palabras, Bolger está en camino de convertirse en la persona con más credenciales en EE. UU. Tal vez después de eso podría tomar un descanso.
Una reflexión: no hay mejor personificación de la naturaleza de la educación superior de élite estadounidense actual, con todas sus contradicciones, que un hombre que ha pasado tanto tiempo siendo moldeado por ella, siguiendo sus incentivos e interiorizando sus valores. ¿Pero cuáles son, exactamente, esos valores? Por supuesto, están las mentadísimas virtudes tradicionales de pasar varios años apartado del resto del mundo, leyendo y pensando. La clásica oportunidad de ampliar tu mente, poner a prueba tus ideas preconcebidas y cultivar la pasión por el aprendizaje. En este escenario, las mentes entusiastas son convocadas a grandes instituciones para que alcancen su potencial intelectual, y sabemos que estas instituciones pueden cumplir esta función simplemente porque se llaman Harvard y Yale.
Puede que así funcione una educación de prestigio para algunos, pero probablemente no para la mayoría. Una encuesta realizada en 2023 entre los estudiantes de último curso de Harvard reveló que el 41 por ciento –¡el 41 por ciento!– estudiaban consultoría o finanzas. El mismo porcentaje se graduaba con un salario inicial de al menos 110.000 dólares, más del doble de la media nacional. El año pasado, las carreras más populares en Stanford fueron economía e informática. Para muchos, el máximo valor de la universidad es la credencial, que garantiza un puesto inicial con una posición privilegiada en la escala del éxito: nada de lo que aprendas en una universidad de élite será tan importante como esa línea en tu currículum por la que has pagado cientos de miles de dólares. Quien se sintiera cínico, podría argumentar que el tiempo que uno pasa solicitando una plaza en la universidad afectará su vida más que cualquier cosa en particular que ocurra mientras se está allí.
“Solo cuando nos olvidamos de lo aprendido empezamos a saber”, observó Thoreau tras su experimento de vida sencilla (por otro lado: gran cosa, viniendo de Thoreau. Él fue a Harvard). De una manera muy diferente y muy opuesta –una que incluye lujos como la calefacción centralizada– Bolger ha pasado las últimas tres décadas realizando su propio experimento extravagante en el mundo de la educación estadounidense. Ha bebido del pozo de la universidad más profundamente que casi nadie. ¿Qué sabe él?
En 1978, Bolger tenía 2 años y viajaba a bordo de un Buick Riviera en Durand, Míchigan, cuando el vehículo fue impactado por un conductor ebrio. Él salió prácticamente ileso, pero sus padres resultaron gravemente heridos, y su madre, Loretta, pasó meses en el hospital, de donde salió con una placa de metal en una pierna. Tuvo que abandonar su trabajo de maestra. El matrimonio de los padres de Bolger se desintegró. Su madre podía ser una persona difícil, y su padre, un ingeniero y abogado de patentes que se representó a sí mismo durante el desagradable divorcio, era emocionalmente abusivo. Bolger y su madre empezaron a dividir su tiempo entre su cómoda casa cerca de la ciudad de Flint y la destartalada granja de su abuelo en Grand Haven (ambas también en Míchigan), donde las corrientes de aire eran tan intensas que a veces terminaban acurrucados junto a la caldera de leña.
La madre de Bolger gastó gran parte de su dinero peleando por la custodia, y su estrés se vio agravado por la grave dislexia de su hijo. Cuando Bolger cursaba el tercer grado y aún no sabía leer, sus profesores aseguraron que no terminaría la secundaria. Consciente de que su hijo era brillante, pero diferente, ella decidió educarlo en casa, aunque quizá “en casa” no sea el término adecuado: ambos pasaban horas interminables en auto, yendo a museos de ciencias, a la elitista Academia de Arte Cranbrook (a las afueras de Detroit) para recibir clases de dibujo e incluso al Museo Nacional del Aire y el Espacio del Smithsonian, en Washington. Por las noches, ella le leía obras épicas como Guerra y paz, pero también libros de aventuras y novelas basadas en La guerra de las galaxias.
Madre e hijo pasaban los días en la biblioteca de la Universidad Estatal de Míchigan, veían a los conferencistas del campus por la noche y comían gratis en las recepciones posteriores. A veces, en lugar de conducir las dos horas de vuelta a Grand Haven, dormían en su camioneta en algún lugar de East Lansing y volvían a hacer todo al día siguiente.
“Veía la universidad como un hogar”, explica Bolger.
Bolger usaba ropa de segunda mano y solo tenía un amigo cercano de su misma edad, pero se sentía como en una gran aventura. A los 11 años comenzó a tomar clases en el Muskegon Community College. Sin embargo, aún leía por debajo del nivel de tercer grado, por lo que necesitaba que su madre le leyera en voz alta los textos que le asignaban, y él le dictaba los trabajos que debía entregar. A los 16 años se matriculó en la Universidad de Míchigan y se mudó con ella a un departamento fuera del campus. Grababa sus clases para poder escucharlas en casa, y su madre seguía leyéndole. Se licenció en Sociología con un promedio de 4,0. Tenía 19 años.
A continuación, Bolger decidió aplicar a la escuela de derecho, inspirado por su admiración por el defensor de los consumidores Ralph Nader, cuya cruzada en favor de mayor seguridad en los vehículos caló en Bolger debido al accidente en el que había estado de niño. Le administraron oralmente las preguntas de la prueba de admisión y fue admitido en Harvard, Stanford y Yale.
En la Facultad de Derecho de Yale, Bolger tuvo problemas. El método que él y su madre habían ideado para las tareas de lectura no fue suficiente: había demasiado que leer y era muy complicado. Además, la edad de Bolger le convirtió en una especie de celebridad en el campus, y no en el buen sentido. Para sus compañeros de clase, era pretencioso e inseguro. “Tenía 19 años, y supongo que actuaba como tal”, afirmó Andrea Roth, ahora profesora de derecho en la Universidad de California en Berkeley, quien era amiga suya en aquella época. Bolger suspendió dos asignaturas en el primer semestre y abandonó la carrera.
Siguió acumulando títulos: una maestría en estudios de diseño con especialización inmobiliaria en Harvard; una en desarrollo internacional en Brown; la de “coexistencia y conflicto” en Brandeis; una en Skidmore, donde estudió “psicología positiva”; todo ello culminando con su doctorado en diseño, centrado en planificación urbana e inmobiliaria, en Harvard, en 2007. Más recientemente, Bolger realizó un trío de maestrías en las que, según dijo, aprendió a escribir “de forma narrativa convincente”, “a comunicar historias de forma convincente y apasionante” y a profundizar en “los distintos géneros de la escritura”. Para financiar su interminable búsqueda de aprendizaje, ha trabajado como profesor adjunto o visitante en más de una decena de universidades.
Una cosa que Bolger no parece haber aprendido con los años es a practicar la introspección. ¿Por qué ha llegado a tal extremo, sometiéndose una y otra vez a los imprácticos programas a los que se apuntan los jóvenes para sobrevivir a una mala economía o retrasar el inicio de la adultez a lo National Lampoon’s Van Wilder? A muchos nos encanta aprender, pero no hacemos lo que Bolger ha hecho. Nosotros escuchamos pódcast de historia mientras vamos camino al trabajo, o leemos largos libros poco a poco antes de dormir. A pesar de todos sus títulos, Bolger nunca ha buscado un puesto titular –solo unos pocos de sus títulos le darían derecho a ello– y nunca se ha especializado realmente.
A menos que elaborar una solicitud de admisión increíble se pueda considerar una forma de especialización, por supuesto.
En los últimos 35 años, el porcentaje de admisión en las universidades más elitistas de Estados Unidos se ha reducido de casi un 30 por ciento a un 6 por ciento. Los estudiantes, asustados por esas cifras, solicitan plaza en más universidades que nunca, y en el proceso, hacen que esas cifras asusten aún más. Al mismo tiempo, los orientadores, sobrecargados de trabajo, no tienen tiempo para ayudar tanto como los solicitantes y los padres desearían. El auge de las “admisiones holísticas”, que toman en cuenta más que solo las calificaciones y los resultados de los exámenes, también ha contribuido a crear la sensación de que existe una fórmula secreta para entrar en universidades exclusivas y ha disparado la demanda de personas que puedan desmitificarla.
Tras doctorarse en 2007, Bolger se convirtió en consultor de admisiones a universidades privadas a tiempo completo. “Ningún otro consultor tiene el historial de éxito de Bolger”, dice su sitio web, una afirmación difícil de verificar, pero que mucha gente parece creer. Cuatro años con Bolger cuestan al menos 100.000 dólares. (En el mundo de los entrenadores universitarios de élite, esto no es particularmente excepcional: un plan de cinco años de la empresa neoyorquina Ivy Coach cuesta hasta 1,5 millones de dólares). En los últimos 15 años, ha desarrollado un estilo de capacitación que compara con el de Bill Belichick, Mr. Miyagi y Yoda.
Una húmeda mañana de finales del verano pasado, Bolger atendía a sus clientes en una sala del piso superior de la ‘Quin House, un elegante club de socios en la prestigiosa avenida Commonwealth del área de Back Bay en Boston. Tiene una oficina en Cambridge, pero prefiere trabajar siempre que pueda en los clubes privados a los que pertenece, como el Union Club, frente al parque Boston Common, y el Harvard Club, que, en comparación, parece más relajado.
Aquel día había quedado en reunirse con Anjali Anand, una joven de 17 años que pasaba el verano investigando en la Universidad de Boston, y con Vivian Chen, también de 17 años, quien se encontraba ahí para estudiar en el campus de la Universidad de Boston. Anjali y Vivian se toparon con un hecho brutal: para los jóvenes aspirantes de clase media alta estadounidense, las credenciales y una actitud positiva ya no eran suficientes para entrar en las universidades mejor calificadas de la revista U.S. News and World Report. Sus logros deben presentarse en historias tan convincentes que destaquen entre las muchas otras historias convincentes de los adolescentes que claman por ser admitidos.
Por eso, Bolger dedicó las reuniones a enseñar el arte de la autonarrativa, sobre todo en relación con el importantísimo ensayo con el que se solicita admisión. Animó a Anjali, que tenía un alto rendimiento, a mostrarse vulnerable. “Quien está 100 por ciento seguro de sí mismo y no tiene dudas no es tan interesante”, explicó. “Por eso se hacen más películas sobre Batman que sobre Superman”. Con Vivian, intentó vincular su deseo de convertirse en dentista con un hilo narrativo más profundo.
Bolger explicó que su negocio le ha permitido mezclarse con “los del 1 por ciento”. Además de su departamento en la elegante avenida Memorial Drive de Cambridge, tiene una casa en Virginia y una granja familiar en Míchigan. Tiene una exclusiva tarjeta Amex Centurion. En 2016, donó más de 50.000 dólares para apoyar la campaña presidencial de Hillary Clinton, por lo que recibió un grabado especial de Jeff Koons; más recientemente, ha donado más de 2500 dólares a la campaña presidencial de Robert F. Kennedy Jr. Le encanta asistir a charlas de famosos: Bruce Springsteen, George Clooney, Joe Montana… cualquiera que, en su opinión, defina una categoría.
Bolger atiende a unos 25 clientes a la vez, pero su alumna más importante es su hija de 9 años, Benjamina, a la que educa en casa y considera su mejor amiga. Él ha modelado la educación de su hija a semejanza de la suya: práctica, interactiva, amplia, mucho tiempo en el auto. (Su hijo Blitze también recibe educación en casa, pero solo tiene 4 años, así que por ahora hay menos que hacer). Su esposa, Anil, quien le ayuda a captar clientes, está encantada de dejarle supervisar el componente de artes liberales de la educación de sus hijos mientras ella se ocupa de las matemáticas y el chino. Bolger intenta ser menos intenso que su madre y enfocarse en el desarrollo de la inteligencia emocional de su hija. Sin embargo, uno de sus principales recursos pedagógicos sigue siendo la excursión.
Otra brillante mañana del verano pasado, Bolger llevó a Benjamina al Puente Norte de Concord, para una lección holística, pero también de holismo. Allí se les unió su amigo Dan Sullivan, también polímata, quien también ha reunido un asombroso número de credenciales. (Las 42 entradas de la sección “Experiencia” de su página de LinkedIn incluyen embajador en el Parlamento de las Religiones del Mundo y coronel en la Honorable Orden de Coroneles de Kentucky). Bolger había planeado una charla en torno a los puentes y la diplomacia. Pero él cree que el mundo es “no lineal”, y sus hábitos discursivos así lo reflejan. Hubo digresiones sobre historia, gobierno comparado, organización sindical, seguridad automovilística, Robert McNamara, la fuerza de los triángulos y la conservación criogénica de cadáveres.
“¿Se oyó realmente ese disparo en todo el mundo?”, preguntó Bolger.
“No lo creo”, respondió Benjamina.
“Así es”, dijo Bolger. “Así que éste es un ejemplo de metáfora”.
Después de parar en Concord para comer algo, Bolger y Benjamina condujeron los tres kilómetros que les separaban del estanque de Walden. La pareja se sentó en un tablón de madera sobre la playa, en el lado este del estanque. Salvo por los sonidos de los adolescentes coqueteando y los jubilados que se acomodaban en sus sillas plegables, todo estaba tranquilo. Bolger habló de Thoreau, los bosques, los hechos esenciales.
“No sé si esto te inspira o no”, dijo Bolger. “Tengo la habilidad de fingir que no hay nadie aquí”.
Benjamina emitió un sonido de escepticismo.
“Supongo que podría hacerlo durante una semana”, dijo Bolger. “Un año me parece demasiado tiempo”.
El experimento de Thoreau le convirtió en uno de los hombres más importantes de la historia de Estados Unidos. El experimento de Bolger… no ha logrado lo mismo. Sin embargo, ha hecho algo aún más extraño. Quien pasa algún tiempo cerca de Bolger tiene la sensación de estar matriculado en una universidad personalizada con forma de hombre, capaz de asombrosos saltos interdisciplinares. Y todo encaja del mismo modo en que cualquier mezcla de asignaturas optativas de primer año en una universidad de primera podría complementarse, rimar, producir su propio tipo de armonía. No está claro qué hay exactamente en el centro, pero en cualquier caso, hay fuerzas gravitatorias en acción.
Además, el experimento de Bolger le ha convertido en un padre tremendamente cautivador para una hija que, hay que decirlo, es excepcional. Domina dos idiomas, es simpática y divertida y el verano pasado interpretó la complicada pieza para violín “Sicilienne and Rigaudon”, de Fritz Kreisler, en el Carnegie Hall, y lo hizo con gracia, brío e incluso ingenio. Como mínimo, Benjamina tiene en sus manos el material necesario para uno de los mejores ensayos de admisión a la universidad de todos los tiempos.
Al día siguiente de su excursión colonial, padre e hija almorzaron en el Harvard Club, rodeados de madera oscura y neveras de vino. Él ordenó un sándwich de tocino, lechuga y tomate; ella una hamburguesa con patatas fritas. La carne llegó en un pan con una “H” de Harvard.
“¿Crees que la hamburguesa tiene mejor aspecto porque lleva una ‘H’?”. preguntó Bolger.
Benjamina no dudó. ”¡Sí!”
Fuente: The New York Times
Por Joseph Bernstein
Fuente de la ilustración superior: fotografías de la familia Bolger; Arnold Gold/The New Haven Register, vía Associated Press.
David Hilliard es un artista y educador de Boston. Crea fotografías narrativas multipanel, a menudo basadas en su vida o en la de personas de su entorno.